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Me crié escuchando a Óscar Agudelo. Podría decir que la suya fue la primera música que llenó mis oídos. Eso sí, después de las canciones para niños que mi madre me cantaba cuando siendo un bebe me mecía en la cuna. Desperté a la vida escuchando esas canciones que los campesinos de mi pueblo hacían sonar en una rocola que había en un café en la esquina de mi casa. Se llamaba La última copa. Era de don Víctor Castaño, un señor que caminaba ayudado de un bastón porque tenía dificultad para caminar. El salón era largo, tanto, que una ventana daba casi al frente de mi casa. Por ahí salía ese murmullo de guitarras que, enmarcando la voz de los cantantes, llegaba hasta mi cuarto. Yo me extasiaba escuchando esas canciones que hablaban de tristezas y desengaños.
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En mis recuerdos está viva la interpretación que el artista nacido en Herveo hacía entonces de La cama vacía. Todo porque mi padre, que remendaba zapatos en un pequeño local enseguida del portón de la casa, cuando entraba al comedor en busca del desayuno lo hacía tarareando esta canción. Recuerdo que repetía esa parte donde dice: “Cuando uno está en condición tiene amigos a granel, pero si el destino cruel hacia un abismo nos tira, vemos que todo es mentira y que no hay amigo fiel”. Luego nos decía: “Esa es la realidad de la vida”. Fue esta la primera canción popular que me aprendí de memoria. Me llegaba al alma, siendo un estudiante de primaria, la parte donde le pide al amigo que vaya a hacerle compañía porque está tan solo y tan triste que llora sin contenerse.
Aranzazu, el pueblo donde vine al mundo, por los tiempos de mi juventud estaba lleno de cantinas. Los sábados y domingos, estas se llenaban de campesinos adoloridos que trataban de olvidar sus penas de amor bebiendo cerveza y escuchando a esos cantantes que sabían interpretar esos dolores que ellos llevaban en el alma. Las cantinas se abrían desde las cinco de la mañana para que, al salir de la misa de esa hora, los parroquianos entraran a tomarse un tinto. Sin embargo, los sábados y domingos se llenaban de campesinos que amarraban sus caballos en las puertas para dedicarse a tomar. Desde mi cama, en una pieza que daba a la calle, empecé a familiarizarme con esos discos que hablaban de corazones destrozados.
Si para Ernest Hemingway París era una fiesta, para mí Aranzazu es más que eso: es el espacio donde desperté a la vida, donde descubrí el amor en los ojos de una mujer hermosa y donde aprendí mis primeras letras. Para mí es una fiesta porque en este pequeño pueblo donde el sol madruga a bañar con su luz los cafetales descubrí el encanto de la música. Allí escuché por primera vez a Óscar Agudelo. Allí me emborraché haciendo poner en un equipo de sonido Mujer ingrata, esa canción donde el hombre le pide a la mujer que le diga qué motivo tuvo para hacer de su cariño un estropajo. También allí escuché ese Vamos jugando iguales, que habla de un hombre que le dice a la amada que si sus amores tienen ya nuevo nido, también el alma de él tiene ya una nueva ilusión.
La muerte de Óscar Agudelo deja en el alma de quienes crecimos con su música una nostalgia inmensa. Escuchamos tantos discos de él que es imposible olvidarlo.
Recorrer la calle de salida para Salamina, hacia la parte de arriba de la plaza, era en los años de mi infancia un paseo lleno de música. En todas partes sonaban los discos de Óscar Agudelo, así como los de Julio Jaramillo y Olimpo Cárdenas, o los de Pepe Aguirre y El Caballero Gaucho. En esos cafés solo se escuchaba esta música de despecho. Camino hacia la escuela, uno oía ese China hereje, que es un lamento sentido de un hombre que dice que hasta el mismo perrito de su casa ha llorado por la ausencia de la amada. O ese Rosas de otoño, donde otro le dice a una mujer que él en las noches casi no duerme porque sueña con ella. O ese Desde que te marchaste, donde un ser humano adolorido recuerda a esa mujer que le marcó el corazón y a quien de rodillas le pidió que no se fuera.
La muerte de Óscar Agudelo deja en el alma de quienes crecimos con su música una nostalgia inmensa. Escuchamos tantos discos de él que es imposible olvidarlo. Nos acompañó en noches de bohemia, cuando bajo el efecto de unos aguardientes cantábamos en coro ese Quisiera amarte menos que dice: “Mi vida está perdida de tanto quererte”. Cuando yo leía Guayacanal, la novela de William Ospina, me alegró el alma el relato que el escritor hace sobre esos tiempos en Padua cuando, siendo un desconocido, Óscar Agudelo cantaba a dúo con su papá. Dice que en esa época “tenía perfil de águila, ojos luminosos, un rostro de galán de cine y una voz poderosa que cautivaba a todo el mundo”. Descanse en paz, Óscar Agudelo. Gracias por esa música que nos llega al corazón.
JOSÉ MIGUEL ALZATE
(Lea todas las columnas de José Miguel Alzate en EL TIEMPO, aquí)
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